GARA Y JONAY
Dos Almas Gemelas
Dicen los mayores que en
los profundos barrancos gomeros es posible escuchar aún, con
relativa frecuencia, el eco de los últimos suspiros de los dos
enamorados que antaño sellaron su unión en la infranqueable
frontera de la vida y de la muerte.
Era un tiempo de paz
bendecidos por las divinidades gracias a la abundancia en
frutos que la tierra y el ganado estaban brindando al pueblo,
una época en la que lejos de separar, el mar acercaba a las
islas y a los corazones que en ellas habitaban.
En ese tiempo de
serenidad y con la indescriptible belleza de los paisajes
gomeros de fondo, brotó el amor entre Gara y Jonay.
Ella, princesa de La
Gomera; él, hijo del mencey tinerfeño de Adeje.
Cuando se conocieron al
filo del otoño, con motivo de las fiestas de la recolección,
ambos sintieron, cual presagio, como si una ducle lanza les
atravesara uniendo sus corazones.
Un amor puro, nuevo,
pero incomprensiblemente maduro floreció entre ambos.
La sensación de
reencuentro era tan grande entre los jovenes, que tomaron como
un regalo del destino que el ambiente del Beñesmet rodeara
cada instante, como si la fiesta colectiva estuiviera dedicada
a ellos.
Los jovenes sintieron sobre su piel el frescor del cedro y la
arena negra las playas, maravillandose con el juego de luces y
sombras que el dios sol dibujaba con los roques sagrados cada
tarde, poco antes de sumergirse en el dios océano. La bella
princesa iniciada en los secretos del prorvenir y en la mágia
protectoras de sus ancestros, veía confirmado así el presagio,
que noches atrás, en las noches de las hogueras, había visto
en las ascuas de sabina que aún ardían en la arena de la
playa.
Aquel fuego aún latente
le habia anunciado con claridad que después de cuatro lunas el
amor llegaría por mar.
Y así fué. Sin embargo ahora los oráculos no parecían
favorables. El humo y otros signos señalaban que lo que
parecía un amor hermoso a los ojos de los profanos no traería
mas que desgracia a la isla.
Los sabios lo sabían y era preciso evitarlo. El motivo parecía
evidente para todos: Gara era la princesa de Agulo, el lugar
del Agua, mientras que Jonay procedía del Fuego, de la Isla
del Infierno.
La familia de la hermosa
joven aborigen no podía permitir un riesgo así, aunque ello
significará romperle el corazón, por lo que se opusieron con
toda su autoridad a que aquel vínculo prosperara.
No en vano, también su padre albergaba otros planes para Gara,
un matrimonio con otro jefe tribal de la isla que diera
estabilidad al territorio. Pero el destino estaba marcado, y
tras regresar con la comitiva a Tenerife y sentir como
lentamente una profunda magua le devoraba el espíritu, Jonay
decidió en secreto a nado a La Gomera en busca de su amada.
Sí su amor era auténtico, sus brazos podrían vencer la
corrientes y alcanzar las tierras de Agulo, y una vez allí
arrancarle a Gara la tristeza que también a ella amenazaba con
consumirla.
Tal vez incluso y ante un gesto tan valeroso, los nobles y
sabios gomeros recapacitarían bendiciendo la unión. Con los
foles aún con aire, el hijo del mencey alcanzó la arena de
Lepe, la playa en la que su amada había visto reflejado su
amor en el fuego de la sabina.
De nuevo estaban juntos,
pero el inamovible rechazo de sus padres se mantenía
imperturbable, como los roques que salpicaban su paisaje, no
dejando a los enamorados otra salida que escapar Isla arriba.
Querían tocar el cielo,
alcanzar la cima sagrada de la isla, sellar su amor en aquel
espacio mágico que tan bien conocía Gara.
En la roca sagrada, rodeados de estrellas, la joven sabía que
su amor sería eterno. Los antepasado veneraban a las
divinidades en este lugar y sus círculos de piedra había sido
testigos de encuentros sagrados, de verdades innegables. Desde
allí la princesa repitió el oráculo en los recipientes de
roca, con el fuego sagrado de testigo y el aroma de las
plantas y raices embriagando el ambiente, comprendiendo por sí
misma que en la tierra su amor jamás podría prosperar.
Una mirada entre ambos
fué suficiente. Aconteció la esperada unión de sus cuerpos,
con ternura y pasión, con caricias jamás soñadas.
Después una sonrisa complice se dibujó en sus rostros,
mientras el punzante abrazo de una estaca de brezo mantenía
unido sus cuerpos, que caían danzando al vacío. Ya no habría
desgracias. Habían logrado romper las barreras y confirmar que
su amor pervivía más allá de sus cuerpos.
Todavía hoy se escucha
los ecos de sus corazones, entre los redondos perfiles de
aquella montaña de piedra del Alto del Garajonay, el eterno
lugar de ambos.